Monday, June 22, 2015

EL PERDÓN. (Cuento) JORGELINA RODRIGUES LIÑAN

seguir luchando contra la burocracia


Jorgelina, una mujer especial: en esta bella pieza literaria hace gala de su estructura intelectual, juega con su imaginación exuberante, incursiona en el misterio de poderes ocultos, de la religión, de la metafísica, de la supra conciencia y llega a un desenlace inesperado. Hoy en la madrugada, su trabajo llegó para mi en forma privada y me siento halagado en la cuerda finita de la vida. Jorgelina se comunica en ese plano, en el que caminamos los que escribimos…aunque yo, soy el último de la fila y Ella, es el máximo escalón, pero, su intuición, su saber, su sentir la pone en conocimiento de lo que ocurre en mi alma…Gracias Mamuchita. Lo hago publico por que yo, creo en Dios y lo de Dios es publico. Y VOS SOS UNA GRAN ESCRITORA QUE…TODAVÍA NO LO ASUMES. Por eso, subo este cuento para que lo lean y Yo, sienta el tintinear de tu éxito…te quiero en cada letra que forman tu ser…


EL PERDÓN
 Todos los santos han sido grandes pecadores. . .
Jorgelina Rodriguez Liñán.
18 de junio de 2015 a las 21:57


El hombre que actúa con bondad es sólo humano Dominaba el año 1500 de la era cristiana. En la antigua Europa la iglesia se imponía. La historia de la humanidad relata con precisión el resurgimiento del cristianismo, nombre emblemático para justificar el museo de oro que comenzaron a enarbolar los templos. Codicia y miseria de los sacerdotes cuyo poder sojuzgaba al estado en formación. Con bendición se alzaban las armas en disputas de terruños. Conflicto interno en la prédica y el acto. Jurad al dios benevolente o a las espadas ensangrentadas de quienes han estado a la orden del rey. Conquistad sus músculos, que el alma quede en cautiverio de la fina balanza que no distingue en la vorágine el consuelo de tontos. El paraíso en la eternidad, el sepulcro en la inmediatez. Ley de hombres tomada literalmente por la conveniencia de la inescrupulosidad. Sed salada devastadora que ha quitado el aliento, esparcido los nervios blancos que inervaban los órganos y huesos pútridos sin el discernimiento de la razón. Es que esta sigue los parámetros de la cultura y sus creencias. En la ciudad oscura un jinete se avecina. Lleva una capa negra y su rostro está cubierto por un pañuelo rojo .Un lazo blanco anuda su cintura. Su caballo es azabache. Se llama Cipriano de Latiera. Tiene veinte años de edad. Su mundo se ha subyugado al estudio de filosofías herméticas, le atrapa la alquimia, el deseo de conocer los espectros malignos con el propósito de dominar las fuerzas infernales. En 1558 tiene cuarenta años y ha escrito el tratado de brujería más importante de todos los tiempos. La ciudad está oscura. Humedad de las casas forman gotas que caen babosas en el empedrado de las sinuosas calles, transitadas por carretas. La niebla confunde el día envolviéndolo en gris mustio. Sus pasos son pesados arrastrando la muerte de niños sacrificados en ofrenda a su amo. Le hacen consultas. La gente cree que es un brujo que ha pactado con fuerzas demoníacas adquiriendo la sabiduría de la serpiente. Llega un hombre con oros y plata exigiéndole que haga que Justine se enamore de él. Ella es la pureza, la belleza sin manipulaciones, un amanecer en donde mirar el Cielo le hace a éste sonrojarse por lo diáfano de su mirada. Justine es inocencia y fe ciega. La unión de los contrarios desafía los límites de lo razonable. Se enamora de ella. Su amor a esa mujer le transforma su visión. Pide el perdón. Inexplicable es para la humanidad que el hombre honrado sólo sea poseedor de ese calificativo. Mientras que el hijo pródigo sea abrazado con más dulzura que el peregrino de turbias aguas a sortear. Justine, amante mía sin mancillar, almíbar de las abejas, sal de los océanos, esposa de lo justo, cuando la balanza no amenaza equívocos, luna que envidia el satélite plateado por ti, tiembla el sol al tocar tus labios de ciruela. ¿Cómo no ser lo que deseas para enamorarte? Arrepentido estoy, de haber perdido tanto tiempo sin conocer el deseo frambuesa que emana de sus senos tan blancos como el azúcar. Me maldigo de amores posibles. ¿A quién ha de importar un acuerdo sin obra? Ella es la imposibilidad. Un tesoro perdido en rapto de piratas. Puede que luego me halle en la conquista de vidrios, que desposeídos de valía me corten las manos por haber buscado el diamante en diademas de flores muertas. Justine, reina de la belleza. Con ojos telescópicos su alma se le trasluce; el físico y su rostro son una fracción armónica de su interior, que anhelo aunque no lo comprenda del todo. He de suponer que si entendiera la química del amor como a la alquimia, perdería con ello su encanto. Pido perdón a la claridad de mi diosa. Ella desea que a su Dios me entregue con devoción. Ni siquiera clama por sí misma. Piden perdón mis células que son posesión, celo y lujuria... Por ella ortigas de penitencia, crujir de mis huesos arraigados a lo terrestre, etérea mariposa sólo del aire, arena en mi garganta y besos que no se han prodigado, porque los suyos no me pertenecen; aterciopelado vino dulce su pubis, derribando mi infierno mágico. Otoño es mi piel, hojarascas a deshora en el bestiario de mi inescrupulosidad. Vigía de mi tormento, capricho de mis pájaros cuervos, granate enlutado de mis labios que con hechizo le atormentaría de gardenias silvestres, canela y rosas, hechizo deshecho por su fe. Amaré a su Señor con el fin de ser su amo terrestre. Justine me mira. No escucha lo que de mí con justicia se dice. Me pide que con la misma tinta y pluma que he trazado los conjuros satánicos realice contra hechizos. Me duele todo el cuerpo. Sé que pagaré con martirios el ilusionismo del más fuerte encantamiento; la pasión. Ella ve en mi alma cambios, abruptos saltos de tinieblas a luces. Tiene diez años más que los que cuentan en mi pergamino, vividos o transcurridos en su historia que le hacen poseedora de otras visiones distantes a las mías. No sé si sabias o tontas. Productivas, inútiles, repletas de emociones o turbadas de espectros. Acaso esto ocasiona en mí que todo lo he tenido, favores del ángel caído y sublevado, un cierto miedo, escalofríos en las entrañas... Ella es la sacerdotisa que es dueña y sierva de su amo. La contradicción es deseo de multiplicidades sin senda. Pensamientos enmarañados me hacen esclavo de quien debiera venerar. He cruzado el panteísmo de mis ancestros. La ignorancia es la víctima de la ira. Cuán y en qué hondo afán han derribado en nombre de dios a quienes sin monoteísmo. Estar de un lado o parecerlo no es lo mismo. La herejía es hoy condena y conveniencia del feudo indestructible del amor profesado por sacerdotes de otra religión el cristianismo. Amad los unos a los otros mientras mi corona se rebalsa de perlas y metales apreciados. Fuera han de morir los harapientos. Consolarse con la efímera promesa de una vida eterna... Para ellos; a quien he cortado cabeza, bebido su sangre nueva, lacerado sin distinguirme del clero y acortando su sufrimiento; esto es el Hades, pues se padecen todos los tormentos. Qué esperanza deberían comprar para que su cruento transitar los aliente. Truecan un sueño por un fetiche. El gemir de las brujas ardiendo en las plazas, que han confesado o por capciosidad de las preguntas de los inquisidores, o por exceso de belladona en donde el aquelarre es la evasión de la realidad. Caen como moscas en la suciedad. No son auténticas amigas del demonio. Sus fórmulas mágicas recetas de cocina, no leños de salamandras. Todo por mi Justine. Dios y el diablo son una moneda real con la cruz y la cara. Me arrepiento y pido perdón por abdicar de mi trono, es cuantiosa su recompensa. En el mínimo resquicio de mi sensibilidad que conservo callo, y siente que me redime. El egoísmo es tan intensamente humano como las mismas piernas que nos distinguen del cuadrúpedo. Nos hemos casado. La blancura de su vestido ha teñido de rojo mi espacio. Desvisto su piel que se degusta a miel. Justine, no debes dar tanto a un mortal... Bien he dicho. Es treinta y uno de octubre, los espíritus se aproximan. Temed a los vivos y no a las errantes y descarnadas almas. Derriban el portal. Son los jueces enviados por el supremo monarca eclesiástico. Se me acusa de pactar con sangre contrato con el mal. A ella, flor de óleo, perenne y soberbia de amarme y por tanto adoración y brujería. Las cadenas penden de nuestros pies, sólo reza llorando al dios de la piedad. Me quebranta su ingenuidad. ¿Piedad?, acaso es compadecerse de un otro que desfallece porque sabemos que podríamos estar en sus zapatos. Mi calzado no le queda a nadie ya que nadie es quien ha de usarlos. Yo, Cipriano, en nombre de la eterna injusticia, de lo visible e invisible, de lo audible y lo innombrable renovaré mi eterno pacto negro. Me toma las manos. Su suavidad es la de la magnolia. No teme, ni yo. Somos arrojados al estanco de ácidos. Le veo y la envuelvo con mis brazos. Nos levantan. Esperan los “dulces santos” de la inquisición dos cadáveres. Encuentran dos seres quemados, empero vivientes. Mi bella Justine, en mí lo sigue siendo. Me sonríe. Amo verdaderamente aquel gesto, ha traspasado los espejos, el vuelo del águila, las bravas olas que despellejan barcos. Horrorizados nos observan persignándose. ¿Será ante el mismo Dios? Besan sus cruces. Son maderos, no sus cargas alivianadas por hipócrita conciencia. Somos aprisionados por orden del clérigo. En cárcel estamos. He contado cada piedra. Ha transcurrido seis meses en donde le veo a veces como se turba su corazón. Nos trasladan. Mis ojos se hacen dagas. Ella me suplica que se produzca el eclipse. Lloro, me ha cortado las manos su tristeza. Arrojados con cadenas y piedras en el agua. La barranca se me hace salto a lo ya vivido. Del infierno procedo a este pertenezco. Desasosiego de pensar que no la hallaré allí. Brota sangre de mis ojos, manos, pies, rodillas, sienes... Donde me alcance tu vara la acepto, en la pena sin nombres suplico no me quitéis a la amada de los cielos... Haced de mí fuego, estiércol, fango, cenizas. Condenadme al dolor por siempre, mas sólo verla... Caen. Ella sonríe todo el tiempo. Nos damos las manos. Beso mortal, último en donde derramaron a las aguas la sal viva. Desde allí Dios fusionó en abrazo a su hijo penitente. El santo lo es en la reivindicación. ¿Del hombre mundano quién se acuerda?

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